Es aquella que reconoce que todas las personas son iguales en dignidad y derechos y que el ejercicio y goce de estos últimos es independiente del sexo, de la identidad de género y de la orientación sexual. Este reconocimiento no solo debe ser formal, sino que la constitución debe considerar la igualdad de género tanto en la forma, especialmente en el lenguaje utilizado, como en el fondo, incorporándola en los principios que la guían y en los derechos que consagra.
Una Constitución con perspectiva de género implica que los nuevos derechos o principios que ahí se incorporen tengan un impacto positivo en las relaciones de género. Para que las cláusulas de género introducidas en un texto constitucional bajo la forma de principios y/o derechos constitucionales sean eficaces, es preciso conectarlas con los diseños institucionales,
es decir, con las reglas que determinan cómo se componen los poderes públicos, de qué se preocupan estos, qué fines promueven y cómo lo hacen. Por consiguiente, la perspectiva de género no puede centrarse solo en los principios y en los derechos, requiere irradiar también las reglas de distribución de poder a fin de que todos los órganos estatales se comprometan con la protección y promoción de la igualdad de género en sus prácticas, en la definición de sus prioridades y en la asignación de sus recursos. Requiere también que su lenguaje sea gramaticalmente inclusivo o, al menos, no masculinizado.
Es de suma importancia considerar que, para que la perspectiva de género sea un enfoque realmente transformador, se requiere impregnar transversal y coherentemente el texto constitucional.